Vittorio Gassman: sacó del closet la enfermedad mental

Figura estelar, pasaba de comerse el mundo a no poder levantarse de la cama. A 100 años de su nacimiento, su historia de amor con la Argentina.

No era raro que hiciera del dolor un paso de comedia. Alguna vez, en escena, cuerpeando Moby Dick, manipuló un cuchillo y tuvo que ser cosido con 12 puntos después de la función. Antes, en medio del acto teatral, había usado esa catarata de sangre para dibujar en el rostro del otro actor de la puesta, su hijo Alessandro.

«Hay que aprovechar la herida», decía. Tal vez toda la vida de Vittorio Gassman haya sido eso: macerar dolores, exprimirlos, convertir en arte la llaga.

El rito fue por décadas más o menos el mismo: «El matador» aterrizaba en Buenos Aires, llamaba a Antonio Carrizo y pedía que el conductor de La vida y el canto lo acompañara en su itinerario «sagrado»: domingos en la Bombonera, choripán a orillas del Riachuelo y un final de jornada en Pippo, de Montevideo 341, a pura pastasciutta sobre mantelitos rudimentarios de papel blanco.

Estrechó la mano de Juan Domingo Perón, de Carlos Menem y de Fernando de la Rúa. Todos los presidentes argentinos querían la foto con el monstruo de la interpretación. Podía ser agasajado por reyes, conmover a una nación, inflar su cuenta bancaria con solo activar su modo interpretativo, pero algo empañaba la buena fortuna. Había nacido con «un encendido automático e intermitente, sin razón»; una angustia de base que podía llevarlo a no levantarse de la cama.

«La depresión es una rata que roe en el pecho», vomitaba ante la prensa, cuando las enfermedades mentales se barrían bajo la alfombra de la industria. La regla era no exponerlas, maquillarlas dentro de un engranaje en el que algunos personajes y sus luchas internas estaban prohibidos.

«Amor de pareja, hijos, público, y sin embargo… me siento tan solo». Un león divido entre las ganas de devorarse el mundo y un cansancio existencial como de fábrica.

Con la denuncia personal de Vittorio irrumpió de manera cotidiana un término que se reservaba al ámbito académico: anhedonia, la incapacidad para experimentar placer, la pérdida de interés o satisfacción en casi todas las actividades, un síntoma de la depresión. Sus temporadas de abatimiento y melancolía podían concluir con una nueva película, y al final del rodaje reavivarse . Pocos tomaban en serio el trastorno del gigante.

Hay un libro que visibiliza ese drama en forma de ficción, Memorias del sótano (Memorie del sottoscala, su novela, de 1991), un retazo de autobiografía camuflada. En la historia narra los días de un hombre deprimido, «a pesar de su vitalidad declarada», y solitario «a pesar de la presencia constante de mujeres, niños, amigos». El protagonista es Vincenzo. La mayoría sabía que Vincenzo era Vittorio.

Casi como un escritor avezado hablaba poético de lo que vivía. «Puros actos vegetativos que no dejan huella (…) Tengo sueños que subrayan mi ineptitud para establecer relaciones con el exterior. En ellos aparezco mudo, los demás aparecen en detalle, yo me hundo en un cono de sombras».

La sombra caminó a la par toda su vida. «Tengo mucho dinero, muchos amigos, mujer, hijos. Entonces: ¿Por qué todo eso se diluye en una sensación de vacío perpetuo? ¿Por qué me arrastró en lugar de caminar ? ¿Quién me roba mi yo​?».

Perón, Evita y la «adopción» argentina

Un subibaja. Mientras el genovés nacido en 1922 toreaba «esa grieta interior», atravesaba temporadas de hiperproductividad, se detenía bruscamente, lidiaba consigo y seguía. En esos trances de mesetas «de normalidad» viajaba desde la Polinesia francesa hasta la Argentina. En Buenos Aires encontró refugio espiritual. Y amigos. Muchos.

No había sufrido la primera gran mordedura del «perro salvaje» que era la depresión cuando viajó por primera vez a nuestro país, en 1951. El «paese» atravesaba ánimos convulsionados, antes del intento de golpe de Estado.

Aquella vez protagonizó en el Teatro Odeón, de Corrientes y Esmeralda, Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, junto a sus colegas Diana Torriere y Elena Zareschi. También se presentó en La Plata con Oreste, de Alfieri, en una puesta de Luchino Visconti.

Cuenta la leyenda que Perón lo felicitó por su labor en Arroz amargo, la película de 1949 que para entonces se exhibía con demora en los cines argentinos. Vitto y Silvana Mangani brillaban en esa obra maestra neorrealista de Giuseppe de Santis, cuyo argumento tocaba el núcleo del discurso peronista: el mundo obrero, las desigualdades de los trabajadores, la denuncia por los explotados de una plantación de arroz.

La atención de Perón -y de Eva, que lo recibió- no estaba, sin embargo, a pleno con Vittorio. A la agitación política se sumaría el recuerdo de la última vez ante «la señora», quien el año siguiente murió por un cáncer de cuello de útero.

«Los argentinos pasan de la euforia a la depresión en segundos. Hoy se sienten los Reyes del mundo y mañana los insectos más despreciables», teorizaba en la revista Gente hace 30 años. «Son como personajes de Dostoievski».

Sonámbulo, adicto al «amasijo químico» que se producía en su cuerpo en el teatro, trajo aquí su arte escénico una decena de veces más. En 1963, cuando ya había dado cátedra en la obra maestra del cine Il sorpasso, de Dino Risi, presentó en el Ópera Il gioco degli eroi. En aquella estadía conoció a Carlitos Balá y a Guillermo Brizuela Méndez y se hizo devoto de las pastas con pesto de Bachín.

Para 1964, cuando le rendía pleitesía al defensor Silvio Marzolini, le cerraron especialmente el casino de Mar del Plata. Vino a filmar Un italiano en la Argentina, la comedia junto a Nino Manfredi, otra vez dirigido por Dino Risi. Años después admitiría que su hijo Alessandro, nacido en febrero de 1965, fue concebido allí, en «La Feliz», con la brisa propia de la costa bonaerense.

La prensa argentina lo trataba de dios y los publicistas locales pagaban lo que no tenían para alistarlo en sus anuncios. Posó por entonces para una publicidad porteña de hojas de afeitar. La sonrisa permanente escondía algo.

En 1984 volvió al país con Il teatro fa male, espectáculo en el Ópera con Bernardo Neustadt en primera fila. Para 1987 aterrizó procedente de Tahití para actuar en el Coliseo. Se prestó a un encuentro en la Secretaría de Cultura de La Nación, fue a ver a Boca-Estudiantes y gritó desde el palco un gol del «Coya» Humberto Gutiérrez. Después, Maria Elena Walsh le cantó especialmente Manuelita, Juan Carlos Copes le bailó tango y Amalia Lacroze de Fortabat lo tomó por los hombros, lo invitó a bailar y le entregó un cuchillo de plata y un Soldi.

Hubo más aterrizajes y más argentinidad. Con su regreso al cine tras un episodio de depresión aguda, la Argentina del uno a uno coronó ese noviazgo que se volvió matrimonio. «He recuperado un poco las ganas de vivir, la mía es una historia de neurosis llena de melancolía, descompensaciones, diversión».

En 1992 -recuerda Lidia Catalano tras el llamado de Clarín– leyeron juntos poesía de Rodolfo Relman en Recoleta. «Una voz maravillosa, vigoroso, dispuesto. No intuíamos lo de su depresión». En 1999 inauguró el Festival Internacional de Buenos Aires, en el Colón; presentó El adiós del matador, sobre el texto de Pirandello El hombre de la flor en la boca; y leyó un poema para las Madres de Plaza de Mayo.

«Amo esta ciudad ambigua que es la Reina del Plata. No me extrañaría ver pasar por la Avenida Corrientes a uno de los tigres de Borges», se reía. En su raid sibarítico regó su garganta de vino mendocino y hasta conoció el Hospital Alemán como paciente: quedó internado unas horas por una descompensación broncopulmonar.

Esa última vez, meses antes de su muerte, ya daba indicios de que había andado demasiado sin poder sanar eso que estaba roto. «Todos me creen fuerte, pero en realidad soy tan frágil como una virgen». Ya no tenía pudor en admitir sus montañas rusas anímicas y en agradecer a Giovanni Battista, director del Servicio de Psiquiatría del Hospital Santa Clara de Pisa, donde fue ingresado varias veces.

La enfermedad que pocos entendían

«Estuve dos años mirando una pared. Ni siquiera leía los diarios. La depresión es una muerte en vida. Por lo común la salida es muy rápida. Imprevistamente pasas de la muerte a la visión normal del mundo», explicaba con paciencia ante algunas preguntas descarnadas y poca empatía periodística, propia del desconocimiento sobre zonas de la salud mental.

«Pasé por períodos de mi vida muy líquidos. En la década del ’60, por ejemplo, creo haber estado borracho siempre. Una vez, en plena gira por Sudamérica, me lancé al borde del escenario interrumpiendo mi discurso de Marco Aurelio para exclamar: ‘Disculpen un momento, tengo que ir a hacer pipi’«».

La chimenea Gassman (por su adicción al cigarrillo llegó a consumir tres paquetes diarios) nació el 1 de septiembre de 1922. Hijo del ingeniero alemán Heinrich Gassmann y la italiana Luisa Ambron, está considerado entre los más grandes talentos escénicos del siglo XX.

La primera vez que se sintió «el centro» de «algo teatral» fue en el funeral de su padre, a sus 14. No le incomodaban tantos abrazos, más bien lo protegían. «Me encerré a llorar en el baño, frente al espejo, me vi llorar. Vi mi expresión y quedé fascinado». Madre judía, pleno fascismo, con el viento en contra se juraron no quedar atrapados en esa melancolía. 

Quienes amaron al hombre que le quitó una «n» al apellido original creen en su vida como dos mitades; una, la primera parte, dedicada al espíritu aventurero, «fanfarrón»; la otra, la más opaca y dolorosa, la del dandy introspectivo, volcán silencioso que se escondía, volvía a brillar con su máscara, hibernaba de nuevo.

Gran basquetbolista, pivote rudo de codos puntiagudos, fue una frase de la Gazzetta dello Sport la que hirió su ego deportivo y lo alejó del arte de encestar: «Gassman decepciona». Había descubierto el baloncesto en el Liceo Tasso, cuando su madre lo forzaba hacia la actuación, con desafíos tempranos como memorizar La Divina comedia, de Dante Alighieri.

Llegó a inscribirse en Abogacía, pero esa otra atmósfera lo capturó temprano y, en 1947, ya con dicción excelsa y 189 centímetros de elegancia, estrenó un safari cinematográfico de más de 50 películas, la primera, Preludio d’amore, de Giovanni Paolucci. 

Animal de teatro formado en la Accademia Nazionale di Arte Drammatica, fue rechazado en un principio por productores de cine. El maestro de la comedia Mario Monicelli lo impuso en Los desconocidos de siempre (I soliti ignoti, 1958) y cambió cierta mirada. El collar de perlas de Gassman es interminable: La armada Brancaleone, Nos habíamos amado tanto; La familia, La cena (todas de Ettore Scola), Il sorpaso, de Dino Risi…

Perfeccionista, entre sus obsesiones estaba eso de «medir» el nivel de transpiración de sus colegas en escena. Finalizaba una función y controlaba el sudor en frente y axilas de actores. Quien no había sudado, consideraba, no «había sentido».

​El genovés que tiene un pasaje con su nombre en Bahía Blanca, solía destinarle los miércoles a su amigo Marcelo Mastroianni, su complemento mítico, con quien se reunía en un café de la Via della Cruce. Nunca pudo descifrar si cierta zona de la actuación lo había empujado a la inconformidad eterna o si era al revés. «Esta profesión es como la esquizofrenia, pero a la vez contiene su fármaco. Un actor está a mitad de camino entre un sacerdote y una puta», le dijo a Jorge Halperín en Clarín, en 1999.

​»Sobreeducado», como lo explicaban sus compatriotas, hablaba seis lenguas, incluyendo el latín. Hollywood lo sedujo en los ’50, cuando cambió un rato Shakespeare por lo que luego llamaría «bazofia». Enamoró en pantalla a Elizabeth Taylor y a otras cuantas deidades, pero pegó la vuelta a los pagos. The New York Times lo describió como «con inmensa tensión interior y un rostro de rasgos clásicos infinitamente móvil y expresivo”,

En esa etapa quedó flechado por Shelley Winters, con quien fueron padres de Victoria. El vínculo fue tan intenso como perturbador. «Un día ella sacó un revólver y me invitó a irme de casa», recordaba él. «Así terminé corriendo para nunca más volver por los jardines de Beverly Hills». 

Tres matrimonios, romances de a centenas, cuatro hijos. Se casó por primera vez en 1943 con la actriz italiana Nora Ricci. De la relación nació Paola, quien heredó el oficio.

Ese amor tuvo fecha de vencimiento. Así llegó el turno de Winters, quien (con el divorcio prohibido en Italia en 1952) le propuso nupcias en Los Ángeles. Fueron dos años de convivencia, y un nuevo regreso a esa maratón de Gassman hacia diversas experiencias amorosas. Entre 1953 y 1960 mantuvo una relación con la colega Anna Maria Ferrero.

Desde 1961 hasta 1963 se lo relacionó con otra actriz, la danesa Annette Strøyberg. Precisar fechas de su agenda amorosa es un trabajo difícil. Hasta 1968 convivió con Juliette Mayniel, la actriz francesa que lo acompañó a Mar del Plata y con quien fueron padres de Alessandro, hoy actor. 

El tercer y último «sí» legal llegó en 1970. Se casó con la actriz italiana Diletta D’Andrea y fue padre de Jacopo. Recién allí parece haber encontrado cierta estabilidad romántica. «Lo que más me enamoró fue su alma atormentada», dedujo Diletta décadas después. «Lo que muchos confundían con depresión era, en realidad, su búsqueda absoluta de Dios».

Una muerte entre sueños

Murió hace 20 años en medio de un sueño. 29 de junio de 2000. Fueron a despertarlo, no despertó y hasta en la muerte vieron su teatralidad: se quedó dormido, con semblante plácido, en su casa de Roma, en el sexto piso de un edificio entre cúpulas de la vía Brunetti.

Su funeral fue coreográfico. Más de 15.000 personas pasaron por la capilla ardiente de la Iglesia San Gregorio al Celio, en una de las siete colinas de Roma, antes de que los restos fueran cremados. La misa fue comandada por su párroco predilecto, Don Innocenzo, que recordaba las ocurrencias de aquel ateo: «Un actor sano es una contradicción. De existir Dios, le hubiera pedido dos vidas, una para ensayar, la otra para salir a escena».

«Se merecía esa muerte, de noche, durmiendo, la muerte más bella», aportaba el colega Alberto Sordi, condimentando con más realismo mágico esa despedida. Su representante, Enrico Lucherini, recordaba un pedido que no le cumplieron: «Cuando muera, quiero que en mi ataúd pongan un grabador para poder seguir diciendo mis pavadas».

«Me declaro un perdedor​, pero un campéon en las apariencias». Aquella frase suya, a los cuatro vientos, sin pudor, sin barniz de estrella, pudo haber sido el mejor epitafio posible, pero a nadie se le ocurrió grabarlo en su tumba. 

El «prócer» de los directores Mario Monicelli, que tan bien lo observó hasta clavar la cámara en su alma, supo definir quirúrgica y magistralmente esa pena que iba y venía. «Era como si él viviera con el temor de que la tierra pudiera abrirse bajo sus pies en cualquier momento».

Fuente: https://www.clarin.com/historias/citas-peron-depresion-empujo-infierno-vittorio-gassman-genio-saco-closet-enfermedad-mental_0_39wj2z82Jo.html