Secretos de la Plaza Rodríguez Peña
Una tragedia, un palacio que debería ser escuela y El sediento. Los secretos ocultos de la plaza Rodríguez Peña
Ubicada en un punto estratégico de la Recoleta, la plaza Rodríguez Peña guarda una historia fascinante que comenzó con las tierras de un comerciante español y continuó con los deseos de su hija de construir un palacio para fundar una escuela
Para LA NACIONJessica Blady
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hay 45 parques, 249 plazas, 427 plazoletas, 361 canteros centrales en calles y avenidas, 30 jardines y 57 espacios con otras denominaciones. Un total de 1169 espacios verdes que cubren una superficie de 1802 hectáreas, indispensables y beneficiosos para la salud y el medioambiente. Y que además, son guardianes de historias y secretos que, en la mayoría de los casos, pasan desapercibidos.
Paseamos por sus caminos empedrados, cruzamos su extensión para acortar trayectos, disfrutamos de un momento de sol en una pausa del trabajo, pero pocas veces nos detenemos a pensar el origen de esos pequeños oasis en medio del bullicio y el caos de la metrópoli. “Para ser feliz, es preferible vivir en una cabaña dentro de un bosque que en un palacio sin jardín”, dijo alguna vez Carlos Thays, todo un referente del paisajismo porteño, responsable de diagramar cerca del 80% de los parques, plazas y espacios públicos de Buenos Aires, incluida la Plaza Rodríguez Peña, inaugurada en 1894.

Ubicada en el extremo sur del barrio de la Recoleta (en el límite con San Nicolás), delimitada por la Av. Callao y las calles Marcelo T. de Alvear, Rodríguez Peña y Paraguay, la plaza y su entorno –la plaza Jardín de los Maestros y la Plazoleta Petronila Rodríguez– cuentan con un pasado único, lo que llevó a declararlo lugar histórico nacional en el año 2006, a propuesta de la Comisión Nacional de Museos. Ese pasado se remonta hasta finales del siglo XVIII, cuando otro Rodríguez (Juan Antonio) llegó desde su España natal y se instaló en la capital argentina.
Un disparo en la noche
El propio decreto 35/2006 de la Presidencia de la Nación cuenta que Juan Antonio Rodríguez llegó a la ciudad de Buenos Aires en 1792. Pronto se dedicó al comercio, un negocio más que próspero para este inmigrante gallego, ya que en 1806 y 1807 contribuía con sus bienes –y personalmente– en la lucha contra la invasión de la piratería inglesa. Dos años más tarde, en 1809, se casó con María Eugenia de Aguirre, perteneciente a una “de las principales familias porteñas”. Los registros aseguran que asistió al Cabildo abierto el 22 de mayo de 1810 y se pronunciaba a favor de España, y para el año 1824 ya era el propietario de una gran quita de cuatro manzanas situadas entre las actuales calles Montevideo, Marcelo T. de Alvear y las avenidas Córdoba y Callao.
En este mismo lugar, en 1835, todo cambió para Juan Antonio. Una noche de aquel año lo despertaron unos ruidos cerca de la huerta. Rodríguez no dudó: se levantó, agarró su escopeta, disparó desde lejos y, como los ruidos y los movimientos cesaron, se volvió a la cama. Por la mañana, al levantarse, descubrió que había matado a su vecino. La justicia lo absolvió, pero el español no pudo perdonarse a sí mismo. Impulsado por la culpa, Rodríguez mandó a construir una capillita en homenaje a la víctima. Décadas más tarde, ese lugar de redención se convertiría en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen, inaugurada en 1888 gracias a la donación de doña Petronila Rodríguez de Rojas, hija del comerciante.

El legado de Petronila
Petronila Rodríguez nació en 1815 y falleció en 1882, a los 67 años. Se fue con un sueño inconcluso, casi una utopía: construir un palacio para fundar una escuela. El 25 de febrero de 1882, el escribano Juan Bautista Cruz abrió el testamento donde la dama porteña donaba los terrenos de la quinta heredados de su padre y disponía la construcción de un templo (la Iglesia del Carmen), un colegio de la Orden de Siervas de Jesús Sacramentado y un asilo, anexos a la parroquia, y una escuela para 700 señoritas que debía llevar su nombre.
En su visión, el cuerpo central del edificio, de tres pisos, estaba destinado al museo y a la biblioteca del establecimiento. El sector escolar contaba con diez salones para clases de enseñanza general, dos de dibujo y labores, y dos en forma de anfiteatro, asignados a los cursos de física, química, historia natural y música, con anexos para bibliotecas especiales. Hasta detalló que los accesos principales debían estar adornados con figuras alegóricas de la “Educación antigua” y la “Educación moderna”.
El Consejo Nacional de Educación encargó la tarea de construcción al arquitecto argentino Carlos Altgelt, de formación germana, quien con su primo Hans Altgelt le otorgaron un aspecto plástico y formal ecléctico, que combina el estilo “renacimiento alemán” con reminiscencias versallescas. El edificio se inauguró en el año 1886 como sede provisional de los tribunales de la Capital Federal. Entre 1894 y 1903 albergó la mentada escuela Petronila Rodríguez, pero desde ese mismo año (y hasta 1978) allí funcionó el Consejo Nacional de Educación, hoy Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación, además de la Biblioteca Nacional del Maestro.
En 1961, durante los festejos por el 150° aniversario del nacimiento del presidente Domingo Faustino Sarmiento, la profesora Clotilde Sabatini propuso el nombre del prócer para dicho edificio. Hoy se lo conoce como Palacio Sarmiento, aunque la mayoría lo llama Pizzurno, debido al pasaje donde está ubicado. El 13 de enero de 2006, en el mismo decreto 35/06, fue declarado Monumento Histórico Nacional.

Por su parte, en 1934 doña Petronila consiguió su escuela. No en el predio heredado y donado a la ciudad, sino en el Distrito Escolar 15 en Parque Chas: la Escuela Primaria Común N° 27 – Petronila Rodríguez.
La plaza y su estatua “escandalosa”
La plaza –que toma su nombre de Nicolás Rodríguez Peña, participante activo de la Revolución de Mayo y miembro del Segundo Triunvirato– fue creada por ordenanza del 28 de octubre de 1892, y al año siguiente también se le dio su denominación a la calle, hasta entonces conocida como Garantías. El paseo público de 20.196 metros cuadrados fue inaugurado en 1894, durante la intendencia de Emilio V. Bunge: un proyecto del director de paseos Carlos Thays, “de acuerdo a la concepción decimonónica inspirada en el romanticismo inglés”.
El espacio se fue modernizando y mutando desde entonces, aunque todavía conserva mucho de su diseño original y sus estatuas características: un monumento a Rodríguez Peña, obra del artista alemán Gustav Heinrich Eberlein; el monumento dedicado al Dr. Bernardo de Irigoyen, realizado en España por el escultor Mariano Benlliure; el busto de Juan Bautista de La Salle, el más “nuevo” del conjunto, y El sediento, obra ejecutada en mármol de Carrara por la argentina Luisa Isabel Isella de Motteau.
La pieza muestra un desnudo masculino en actitud de beber agua desde un vertedero, bastante recatada; pero, en su momento, generó más de una protesta de parte de los transeúntes más mojigatos, en desacuerdo con la ausencia de vestimenta de “El niño de la fuente”, como también se la conoce. Motteau ya había recibido numerosos premios alrededor del mundo cuando diseñó El sediento y su fuente –la segunda construida por una mujer en la Ciudad de Buenos Aires–, colocada el 1° de febrero de 1914 en un acto de inauguración muy sencillo, que no contó con su presencia, ya que se encontraba estudiando en París.

El sediento también fue objeto de diferentes interpretaciones a lo largo de su historia. Algunos la ven como una representación de la pobreza y la marginación, mientras que otros la consideran una alegoría de la búsqueda de la verdad, la justicia o el amor. En cuanto a María Luisa, siguió perfeccionando su carrera artística entre Argentina, Italia, Francia y Chile. Tuvo una larga trayectoria como académica, siendo en su momento la única mujer nombrada profesora en la Academia Nacional de Bellas Artes de nuestro país.
El sediento todavía se destaca en su rincón del parque, cerca de la avenida Callao; una obra casi “invisible” para aquellos que apenas se detienen a admirar su belleza y sencillez, como la propia plaza Rodríguez Peña: testigo silenciosa de muertes accidentales y palacios que soñaron con ser escuela.
Por Jessica Blady