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(Por Iván Gajardo, periodista de Télam)

El 11 de septiembre de 1973 soldados y tanques del Ejército rodearon La Moneda, sede del Gobierno de Chile, pocas horas antes de que un grupo de aviones británicos Hawker-Hunter de la Fuerza Aérea la bombardearan con el presidente Salvador Allende y otras autoridades aún en su interior, sepultando así un novedoso intento de «socialismo por la vía democrática» iniciado tres años antes y dando comienzo a uno de los períodos más oscuros de la historia chilena: la dictadura de Augusto Pinochet.

Cinco décadas después, Argentina y Chile comparten conmemoraciones centrales de su historia reciente: este 2023 trae no sólo el recuerdo de Allende pronunciando su último e histórico mensaje a través de Radio Magallanes, sino también la celebración de Argentina, que el 10 de diciembre cumple 40 años del retorno de la democracia.

Se trató de un intenso período con muchos puntos en común entre ambos países, sobre todo en los trazos más duros que escribieron su historia: dictaduras militares, vuelos de la muerte, desapariciones forzadas, ejecuciones, apropiaciones de menores, tortura, etcétera.

Con algunos años de diferencia, ese horror dejó paso a regímenes democráticos a ambos lados del macizo andino, aunque con diferencias relevantes, tanto en relación a las características de la salida de los dictadores como a la herencia institucional que dejaron tras su paso.

Sin embargo, este recorrido histórico a veces paralelo y otras veces bifurcado, volvió a encontrarse en estos últimos años en un espacio inesperado, que amenaza con hacer trizas el consenso más importante que ambas sociedades lograron construir para recuperar sus sistemas republicanos tras sendas dictaduras, entre 1973 y 1990 en Chile; y entre 1976 y 1983 en Argentina.

Dicho consenso fue definido por el secretario de Derechos Humanos argentino, Horacio Pietragalla Corti, con el siguiente enunciado: «Se cometieron crímenes lesa humanidad que son imprescriptibles, que deben ser juzgados y que no pueden ni deben repetirse».

En Argentina, un cóctel explosivo a principios de los ’80 que mezcló el desgaste económico, la presión internacional por las violaciones a los derechos humanos y la movilización popular creciente, eclosionó con la derrota en la guerra de Malvinas, lo que finalmente terminó de debilitar a la dictadura.

En Chile, también bajo fuerte presión social, el régimen supo construir el mito del éxito económico que, si bien fue extensamente desmentido, le permitió una salida negociada a fines de los ’80, con Augusto Pinochet como senador vitalicio e imponiendo la continuidad de una Constitución elaborada a su medida, que rige hasta el día de hoy, en medio de los intentos de reemplazarla.

Una vez que los dictadores dejaron el poder, la incansable lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina, y de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Chile -entre múltiples organismos defensores de derechos humanos-, así como los juicios a los responsables del genocidio y los testimonios de las víctimas, fueron reconstruyendo una historia oculta y resistiendo el olvido.

Esa memoria obstinada fue el cimiento del consenso construido en ambas naciones, del relato que permitió trazar una línea divisoria entre aquello que permitiría a futuro seguir viviendo en una sociedad con estándares éticos y civilizatorios mínimos, y aquello que definitivamente alejaba a los dos países de ese objetivo.

Durante décadas se creyó que esa línea era suficientemente sólida como para neutralizar las embestidas de quienes reivindicaban esos crímenes, pero la historia se resiste a ser construida de manera lineal.

De la mano de la ultraderecha y las redes sociales, empujado por modos radicalmente diferentes de circulación de la información y la consolidación de un sujeto narcisista que prefirió distanciarse de la construcción de «lo colectivo», cobró fuerza un fenómeno: el negacionismo.

Si bien es difusa aún su capacidad de interpelación de grandes mayorías, esta corriente -definida como la persistencia en negar o minimizar el terrorismo de Estado- no irrumpió de la nada ni surgió espontáneamente.

Se trata de un trabajo realizado con paciencia artesanal en usinas conservadoras, cuyo objetivo es dinamitar esa línea divisoria mencionada antes, esa pauta civilizatoria básica que había permitido pavimentar el regreso a la democracia.

Sin embargo, esa democracia y sus falencias para responder a las demandas ciudadanas es la que en los últimos años «entró en una recesión» en la región.

Así lo advirtió en julio la socióloga chilena Marta Lagos, directora del instituto demoscópico Latinobarómetro, al presentar los resultados de la encuesta que registra que apenas el 48% de los latinoamericanos apoya hoy la democracia como régimen político (una disminución de 15 puntos porcentuales desde el 63% de 2010), mientras que un 17% respaldó el autoritarismo (frente al 15% que lo hacía hace 13 años).

El crecimiento de la ultraderecha en Chile trajo no sólo un importante resultado en las elecciones presidenciales a su principal figura, José Antonio Kast, (apenas 11 puntos menos que el resultado logrado en balotaje por el actual presidente, Gabriel Boric), sino también una notable representación (23 de 50 escaños) en el Consejo Constitucional que debe proponer un segundo borrador para reemplazar la Constitución heredada de la dictadura, tras el rechazo de la primera en el primer plebiscito del 4 de septiembre de 2022.

Este auge envalentonó figuras nostalgiosas de la dictadura, que habían guardado silencio durante décadas, y gatilló una inmediata reivindicación de los «logros económicos» de la dictadura, que volvieron a ser puestos en una especie de balanza con las torturas, los cientos de miles exiliados y los ejecutados, en un giro moral sorprendente que consiste en sugerir que un hecho justificaría el otro.

Este último 23 de agosto, la Cámara de Diputados de Chile fue escenario de una provocación impulsada por el tándem de partidos de derecha y ultraderecha (UDI, el bloque Chile Vamos y el Partido Republicano): fue leída en voz alta una declaración que data de 1973 y que fue usada por la dictadura como sustento jurídico para justificar el golpe y poder aludir a él con el eufemismo de «pronunciamiento militar».

La declaración denunciaba entonces -antes del golpe- un «grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República» por parte del gobierno de Allende y exigía a los ministros que eran parte de las Fuerzas Armadas y de Carabineros «poner inmediato término a todas las situaciones de hecho referidas, que infringen la Constitución y las leyes».

Si bien el hemiciclo chileno es un ámbito habitual de enconados debates entre defensores y detractores de la dictadura, en los últimos años el tono y la frecuencia de éstos vino creciendo mientras se acercaba el 11 de septiembre, y en la medida que lo «políticamente correcto» y lo «decible» se desplazó.

Durante este último tiempo las redes sociales en Chile se transformaron en el sitio emblemático de este negacionismo, el lugar por excelencia en el que los sectores conservadores exigen «escuchar las dos campanas» o construir «la verdad completa», diferentes nombres para la Teoría de los dos demonios, que pretende igualar la gravedad de los delitos del terrorismo de Estado con la violencia ejercida por grupos guerrilleros.

Fue en estos espacios virtuales donde la diputada de extrema derecha Gloria Naveillan publicó que las violaciones sexuales de las que en dictadura fueron víctimas mujeres opositoras era en realidad «una leyenda urbana».

En Argentina, en tanto, hace pocos días la diputada nacional y candidata a vicepresidenta por La Libertad Avanza, Victoria Villarruel -en fórmula con el aspirante presidencial Javier Milei-, realizó un acto en la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires en «homenaje a las víctimas del terrorismo».

En esa ceremonia, criticada por organismos de DDHH, Villarruel -una activa defensora de genocidas- mantuvo su habitual línea argumental consistente en defender la existencia de «una guerra» durante la dictadura, además de considerar que «la expresión ‘terrorismo de Estado’ es no sólo desafortunada, sino también confusa».

Este hecho, considerado desde diversos sectores una provocación, fue habilitado por una extensa batalla cultural iniciada hace años con la instalación de un presunto debate sobre el «verdadero número de desaparecidos», últimamente propalado bajo la consiga en redes sociales #Nofueron30mil.

En medio de atmósferas políticas muy polarizadas a ambos lados de la cordillera, se dispara la pugna por el sentido, por ofrecer una representación de ese período e imponer la verdad histórica, una disputa en la que a la democracia le corresponde responder con más democracia, más memoria y más justicia.

En esa línea, el mandatario chileno firmó a fines de agosto el decreto que oficializa un Plan Nacional de Búsqueda de víctimas de desaparición forzada durante la dictadura en Chile.

«Lo que estamos haciendo hoy es un tema de democracia porque se trata de un acto de Estado que asume la memoria de una manera en que no nos moviliza el rencor, sino que nos moviliza la convicción de que la única posibilidad de construir un futuro más libre y respetuoso, es conocer toda la verdad», dijo Boric.

En Argentina, en tanto, las recientes elecciones PASO y las presidenciales de octubre próximo configuraron una densa atmósfera política en la que se potenciaron también los discursos negacionistas y los intentos de neutralizarlos en el espacio digital.

En este momento existen tres proyectos con estado parlamentario -presentados por diputados oficialistas- que sugieren diferentes modalidades sancionatorias contra expresiones negacionistas en medios de comunicación, e incluye agravantes en caso de que éstas sean realizadas por funcionarios públicos.

Todas las propuestas esperan ser tratadas en la comisión de Legislación Penal, en manos de la oposición.

Por otra parte, el 6 de septiembre el presidente Alberto Fernández ordenó retirarle a Pinochet las insignias de la «Orden de Mayo al Mérito Militar» y la «Orden de Mayo al Mérito», ambas en el grado de «Gran Cruz», así como las insignias del Collar de la «Orden del Libertador San Martín».

Las fuerzas políticas que resisten la embestida conservadora consideran que estos gestos políticos -entre muchos otros- constituyen actos reparatorios imprescindibles para reconstruir el mínimo común civilizatorio mencionado antes.

Es una deuda de la democracia y debe resolverse dentro de ella, con sus parámetros, sus reglas y alumbrados por la consigna que condensó el pacto de estas cuatro décadas: «Nunca más».

Fuente: Télam