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La Biela: en una esquina de la argentinidad, la mesa de un bar, Borges y Bioy

¿Qué somos? ¿Qué nos define? En “Argentinos, ¡a las cosas! Martín Kohan publica veinticinco postales de ese territorio desprejuiciado que es la identidad local; en este fragmento,

Las estatuas de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en La Biela
Las estatuas de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en La BielaXAVIER MARTIN/ AFV

Es cierto que, antes de entrar, justo delante de la doble puerta de acceso de la ochava, uno se cruza con los hermanos Gálvez, lo que resulta hasta pertinente para un bar que de inmediato se va a llamar La Biela. No son los hermanos Gálvez, desde luego, sino dos esculturas que los representan; pero lo hacen bajo esa modalidad hiperrealista que es más propia de los museos de cera que de la convención de la estatuaria urbana. Así que sí: antes de entrar al bar La Biela, uno se cruza con los hermanos Gálvez, con Alfredo y con Oscar, ataviados como los pilotos de carrera que fueron. Y aun así, cuando se entra efectivamente al bar, transponiendo la doble puerta de acceso de la ochava, no se puede no dar un respingo: ahí están Borges y Bioy. En la primera mesa con la que uno se topa, imposible de omitir, sentados uno al lado del otro: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En La Biela, tomando un café.

No son ellos, por supuesto, no son ellos: son dos esculturas que los representan; pero lo hacen bajo esa modalidad hiperrealista que es más propia de los museos de cera que de la convención de la estatuaria urbana (incluso la que ubica a las figuras del caso en situaciones reales: Fernando Pessoa en una mesa del café A Brasileira de Lisboa, Bertolt Brecht en un banco de plaza justo enfrente del Berliner Ensemble), por lo que estos dos muñecos de Borges y de Bioy se parecen demasiado a Borges y a Bioy. Tanto que, apenas uno entra por la ochava al bar La Biela, en un primer golpe de vista (en el sentido de que la vista se da un golpe), uno cree que son ellos dos: no esculturas de ellos dos, sino ellos dos. Y sólo después de ese sobresalto inicial, interponiendo a las apuradas el recuerdo y la razón, uno acierta a discernir que ése es Borges pero no es Borges, porque Borges está muy lejos, muy lejos y muerto, en el Cementerio de los Reyes de Ginebra, Suiza, y que ése es Bioy pero no es Bioy, porque Bioy está muy cerca, apenas del otro lado de la plaza y del muro parejo, pero muerto, y en ese sentido muy lejos, en el Cementerio de La Recoleta de Buenos Aires, que es casi como decir acá mismo.

La escena que se ofrece en el bar tiene algo de propio y tiene algo de impropio. Porque el habitué de La Biela era Bioy, que vivía a un par de cuadras; Borges por su parte solía tomar la leche en el café Castelar de la avenida Córdoba o en el Saint Moritz de Paraguay y Esmeralda, si es que no lo cruzaban a pasar el rato en la Galería del Este, entre rockeros y artistas de vanguardia, con Pappo o con Marta Minujín, entre la disquería El Agujerito y la onda expansiva del Instituto Di Tella. Borges y Bioy solían juntarse, en un ritual de amistad que se mantuvo durante muchos años y declinó sólo a partir de María Kodama, pero eso ocurría más que nada en la casa de Bioy y Silvina Ocampo. Borges era el visitante, Bioy jugaba de local (algo de esto se mantiene con los muñecos del bar La Biela). La publicación de Borges de Adolfo Bioy Casares (para muchos, su mejor libro), en 2006, reveló para el público general en qué consistía ese arte menor de la maledicencia mayor que los dos amigos practicaban de manera solapada. Un gusto como hay tantos otros, y que se brindaban mutuamente: el de hablar mal de medio mundo (a veces, de los enemigos; más menudo, de los amigos).

Hay una fórmula estable que, en el Borges de Bioy Casares, devino insignia de tales veladas: «Come en casa Borges». Eso que ocurrió durante años, y más específicamente, todo eso que los dos se dijeron durante esos años, se mantuvo en la reserva de aquellas comidas y aquellos encuentros, en el punto de complicidad de una malevolencia demasiado perfecta como para dejarse ver, dejarse oír, dejarse saber. Pero después de eso vinieron las muertes, y después de las muertes vino el libro, y con la salida del libro el «Come en casa Borges» se volvió de acceso general: todos pudimos enterarnos de las comidillas (la relación entre comidas y comidillas ya ha sido señalada), todos pudimos imaginarnos como parte de esas cenas. A la casa de Adolfito y Silvina no pudimos acceder, ni podríamos acceder tampoco ahora; tal vez la escena del café en La Biela puede ser leída como una especie de transposición compensatoria. No es la casa de Bioy, sino el bar; no es una cena, sino un café. Pero acá están finalmente los dos, acá están Borges y Bioy, dispuestos a juntarse para conversar, sólo que ahora a la vista (y al oído parado) de todos, ahora al alcance de todos.

Uno entra y de inmediato los ve, pero eso por un motivo especial, que es que Bioy (la figura de Bioy) levanta la cabeza y mira hacia la puerta, como queriendo ver quién llega, como queriendo ver quién entra (algo muy propio del habitué de un lugar, para quien los demás son algo así como visitas, foráneos circunstanciales en los que no es posible dejar de fijarse). Quien se siente mirado devuelve la mirada; y como Bioy (la figura de Bioy) mira, uno mira y entonces los ve. Ese cruce de miradas, repetido sin cesar, deja subrayadamente expuesta, por contraste, la penosa condición de Borges: Borges (la figura de Borges) no mira hacia la puerta, ¿para qué va a hacerlo, si de todas formas no ve? La de Borges es una mirada perdida, esa que es propia de una vista perdida. Se diría que en razón de eso mismo, en la mesa de La Biela hay dos pocillos de café, y además de esos pocillos hay un libro, y ese libro lo tiene Bioy. Bolígrafo en mano, lo anota o lo subraya, mientras Borges pone en acto su ceguera sujetando entretanto el bastón. Es de suponer que Bioy va a leer en voz alta, que se dispone a leerle a Borges, porque sería una grave descortesía (algo impropio del elegante Bioy) ir al bar con un amigo, sacar un libro y ponerse a leer, cuando ese amigo sabidamente no puede hacerlo.

Los visitantes del bar La Biela (especialmente los turistas, que son como visitantes aumentados) se sacan fotos con Borges y con Bioy; cumplen así en cierto modo, así sea por un instante (el instante de la foto), con la fantasía de sumarse a la mesa, de asistir a la conversación. Posan para la foto en medio de los dos escritores, como si ellos hubiesen accedido, como habrían probablemente accedido los Borges y Bioy de verdad. Están ahí, expuestos para todo público, en condición de escritores (por la notoriedad social que alcanzan ciertos escritores) más que en su condición de autores, si por autores se entiende cierto tipo de vinculación con la obra que han escrito. Bajo esa forma, la del autor, es como figura Julio Cortázar con la escultura hiperrealista que lo ubica en una mesa del café London de Perú y Avenida de Mayo. Porque en ese café se reúnen los personajes de Los premios, en el comienzo de la novela; ubicado en una punta del café, Cortázar parece estar contemplando esa escena y disponiéndose a escribirla (presencia afantasmada del autor al interior de la ficción que narra, a la manera del enigmático personaje llamado «el sudamericano» en el cuento «El otro cielo»). Las figuras de Borges y Bioy, en La Biela, se salen de la literatura y se insertan en una escena real, la de una mesa de bar; la de Cortázar, por su parte, en la London, también en una mesa de bar, se ubica en esa especie de borde al que se asoma la literatura para asistir a la realidad y adueñarse en cierta forma de ella.

Ni Borges ni Bioy ni Cortázar fueron escritores realistas; fueron más bien lo contrario. La mímesis hiperrealista de sus esculturas viene a hacer ahora con ellos lo que ellos, al escribir, no intentaron hacer con el mundo: reproducirlo tal cual es. No obstante, algo hay en esas figuras de su manera de relacionarse con la concreta realidad de las cosas: la mirada atenta de Cortázar, aplicada al trastorno más que a la copia; la gozosa alegría de Bioy, dispuesta a la celebración de la existencia; la profunda ajenidad de Borges, su estar siempre medio en otra cosa, metido siempre un poco en lo suyo, en algún mundo siempre distinto del inmediato.

LA NACION