Pueblito jujeño sólo recibe 22 turistas por mes

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San Francisco de Alfarcito, el hermoso pueblito suspendido entre montañas que solo recibe a 22 turistas por vez

A 3400 metros de altura, en este oasis de la puna jujeña solo viven 25 familias que priorizan preservar su comunidad

LA NACIONLeandro Vesco

SAN FRANCISCO DE ALFARCITO, Jujuy.— “Para llegar al pueblo primero tenés que tocar el cielo”, dice Guillermo Quipildor, sentado en la sosegada plaza en San Francisco de Alfarcito, a 3400 metros de altura en el departamento Cochinoca, en Jujuy. Solo 80 habitantes viven aquí, y dos llamas que caminan por las calles angostas y empinadas. “Preferimos decir que somos 25 familias”, dice. Se han puesto de acuerdo para abrir el pueblo al turismo, pero con una condición: “Solo aceptamos 22 personas”.

El número no es un capricho. Son las camas que tienen a disposición en los tres alojamientos, una es la Posada Comunitaria La Hornada. Luego, dos familias tienen los otros dos. Nadie se corta solo. En el pueblo reconocen que el turismo es una salida laboral, a condición de que derrame sus beneficios en partes iguales. Existen dos comedores, pero nunca están abiertos en simultáneo. Un día abre uno, y al siguiente, el otro.

San Francisco de Alfarcito visto desde arriba
San Francisco de Alfarcito visto desde arribaRicardo Pristupluk

“No nos interesa enriquecernos, queremos ser dueños de nuestro destino y tener para lo básico, lo demás, que es todo, nos da la naturaleza”, cuenta Iber Sarapura. La limpieza del pueblo, la organización para recibir a los turistas, los precios de los hospedajes, los platos de comida y las demás actividades, están consensuados por la comunidad. Incluso entre todos dieron nombre a las montañas que rodean al pueblo.

A uno de los cerros le pusieron Maravilloso, otro Tres Pintores y al lado está el Negro, sobre todo, el imponente cerro Alfar con 4300 metros de altura. A media hora del pueblo está la Laguna de Guayatayoc, la mayor parte del año está seca, pero en verano, que es la temporada de lluvia llega a tener hasta cuatro metros de profundidad, es de agua salada y se acercan flamencos rosados a estas latitudes olvidadas.

La iglesia de San Francisco de Alfarcito
La iglesia de San Francisco de AlfarcitoRicardo Pristupluk

“Alfarcito es un oasis en la Puna”, dice Quipildor. Arriba del pueblo, hay una vertiente y por gravedad en precarias mangueras llega el agua pura, que protegen como el mayor tesoro, a todas las casas. Para llegar al pueblo es necesario subir alto, como dice este viejo poblador. Se halla en un punto de difícil acceso, donde la presencia humana es una rareza. A veces, solo a veces se ven pequeñas casitas de adobe perdida en las laderas, puestos para los caminantes que tienen que pasar la noche y seguir viaje.

“Llegás al cielo”, repite Quipildor. Desde la capital provincial el viaje al pequeño pueblo suspendido entre los cerros de rocas rojizas es toda una aventura, comienza por ruta 9 hasta el cruce con las 52, allí se vislumbra la intimidad de la Puna, el paisaje es encantador y cromático, el cerro de los siete colores en Purmamarca, y de a poco la ruta va acompañando formaciones extrañas, la prueba para cualquier conductor es subir la Cuesta del Lipán, que atraviesa en su ascenso una formación de nubes y llega hasta los 4200 metros de altura.

 Las casas son de adobe, piedra y techos de paja y de madera de cardón y queñua
Las casas son de adobe, piedra y techos de paja y de madera de cardón y queñuaRicardo Pristupluk

“Construimos según nos enseñaron nuestros abuelos”, cuenta Quipildor. El poblado comenzó a formarse en 1880, desde entonces y hasta ahora, no ha cambiado, solo que tienen electricidad y algunas conexiones de internet que determinan un contacto con el mundo, fundamentalmente para organizar las reservas de los turistas. Las casas son de adobe, piedra y techos de paja y de madera de cardón y queñua. La queñua es también un tesoro. En la Puna, los árboles son un sueño que pertenece a otro mundo.

“Acá no usamos la palabra uno, siempre es nosotros”, dice Sarapura. La Posada La Hornada es un ejemplo: está en la parte más elevada del pueblo y cada mes la trabaja una familia diferente, al igual que los demás hospedajes, comedores y los dos talleres donde venden artesanías, todo lo recaudado se junta para el mantenimiento de los emprendimientos, para un fondo común y para pagar honorarios de los que trabajan.

Las llamas se ven en los alrededores del pueblo
Las llamas se ven en los alrededores del puebloRicardo Pristupluk

La plaza es un centro de reunión. El pueblo, dominado por un tono ocre, casa y cerros se mimetizan en un tono común, montañas y hogares se hermanan en una piel pétrea y terrosa. Solo la iglesia, como suele suceder en los pueblos y parajes de la Puna y la Quebrada, se diferencia: está pintada de blanco, impoluto. Un horno de barro comunitario, que todos pueden usar, a un costado, bancos, y una discreción de elementos que vincula la sencillez con un estilo de vida donde son pocas las cosas que se necesitan.

El cielo, de un azul profundo, rara vez presenta nubes. Por las noches, las pocas luces que se animan a iluminar cada esquina del pueblo dejan ver un manto estelar perfecto.

Guillermo Quipildor
Guillermo QuipildorRicardo Pristupluk

Un pequeño almacén es el único lugar donde los habitantes pueden abastecerse. Tiene algunos posters de Boca Juniors, caramelos, snacks, gaseosas y cerveza Norte. No mucho más. También boletas de candidatos de elecciones presidenciales pasadas. Dos familias abren las puertas de sus casas como comedores. Sopa majada, picante de mote, guiso con carne de llama o milanesas también de este animal. El postre, elegante y simple: flan, una naranja o una banana con dulce de leche.

Tres Hermanos y El Churcalito son los nombres de los comedores. En el segundo, al terminar la comida, el propio Quipildor entona unas coplas melancólicas. La música puneña es suave y se siente lejana aunque él esté sentado en la misma mesa.

“Es un pueblo que está perdido, pocos conocen y quedó detenido en el tiempo”, dice Ana Sainz, quien visita el pueblo con amigas. Es la tercera vez que viene desde la ciudad de Buenos Aires y teme que se haga conocido. “Es el único que conserva la pureza”, agrega.

Su bitácora de viaje la llevó a parar primero en las Salinas Grandes, que están a 40 kilómetros, donde es posible hospedarse en un complejo lujoso de domos, pero también ver la actividad productiva de la explotación de la sal.

La vieja estafeta postal
La vieja estafeta postalRicardo Pristupluk

Las salinas están presentes en todas las comunidades de la Puna. Todos tienen recuerdos de niño de ir a buscar panes de sal y venderlos en la ruta o llegar hasta Purmamarca en un viaje épico en mula que podía durar por lo menos una semana, haciendo noche en puestos solitarios en las montañas. San Francisco de Alfarcito está 170 kilómetros de San Salvador de Jujuy.

Otro nivel

“Pasás a otro nivel cuando cruzás la cuesta de Lipán”, dice Sainz. Son apenas 30 kilómetros, pero parecen mil. La ruta tiene mucho tráfico de camiones chilenos que cruzan por el Paso de Jama. Luego del arriesgado periplo, se ve un horizonte blanco, ceniciento. Un mar estático salado, son las Salinas Grandes, desde aquí salen camiones para llevar sal a Paraguay, luego la ruta se vuelve una recta hacia un punto de fuga que se concentra en la cordillera de los Andes, la ruta provincial 11 la cruza, y después de atravesar tramos con médanos y arena blanca, a 30 kilómetros del asfalto se llega al pequeño pueblo.

San Francisco de Alfarcito, de noche
San Francisco de Alfarcito, de nocheRicardo Pristupluk

En el año 2022 fue seleccionado para competir entre los pueblos más bellos del mundo en el certamen Best Tourism Villages que organiza la Organización Mundial del Turismo y que premia a aquellos pueblos que desarrollan el turismo de una manera sustentable, conservando su esencia y tradiciones.

La historia con el turismo en esta localidad comenzó hace 25 años atrás. A través de una ONG recibieron fondos de la Xunta de Galicia para hacer la posada: de Europa pusieron los materiales y, los pobladores, la mano de obra. “Costó dos años acarrearlos desde la capital”, dice Quipildor. Orgullosos, ven la posada que fue el puntapié para que el turismo llegara a las vidas de estas 25 familias.

El cementerio de Alfarcito
El cementerio de AlfarcitoRicardo Pristupluk

“Nosotros todos lo hacemos en ssamblea”, cuenta Quipildor. En aquel año se decidió que el pueblo aceptara el desafío de recibir turistas. “Oímos a nuestros mayores, ellos son los que nos aconsejan”, afirma Sarapura. Optaron por abrir el pueblo y mostrar sus secretos, que es su estilo de vida basado en ritmos naturales y tradiciones que no han cambiado por siglos.

Algo tienen claro: “Nosotros queremos ser los dueños de nuestros destinos, no queremos que nadie nos diga qué tenemos qué hacer, no negociamos nuestra libertad”, afirma Sarapura.

“Los que más asombra es que la vida pasa en cámara lenta, podes detenerte y disfrutar el silencio, ver el cielo, disfrutar el día sin aplicaciones”, sostiene Sainz.

Un cardón y la soledad de la Puna
Un cardón y la soledad de la PunaRicardo Pristupluk

Antes de que salga el sol, se ven las columnas de humo en las casas. Los hornos de barro hornean tortillas y panes. Los turistas reciben el desayuno con té de arca o rica rica. No toman mate en calabaza, sino como infusión. No hay farmacias en el pueblo. Tampoco señal de celular. “Usamos yuyos”, dice Quipildor. Muña muña, popusa, suriyanta o chinchiricoma.

Los turistas pueden acompañar a los pobladores a hacer sus tareas diarias, como arrear el ganado, buscar hojas y raíces, y cosechar. Todas las familias tienen plantaciones de habas, papines y maíz, los dos últimos de varios colores. Los 3400 metros de altura obligan a caminar lento, cuidar y calcular cada bocanada de aire inhalada y exhalada. Los vecinos se saludan, los niños piden golosinas a los visitantes y nadie está apurado.

“Le estamos haciendo daño al mundo, no podemos vivir tan apurados”, reflexiona Sarapura. La coca es un elemento que iguala: todos llevan colgados unos pequeños morrales de tela, hechos con aguayo, una tela andina, donde lleva las hojas de esta planta sagrada (se los conoce como coqueras o chuspas). Celosos de conservar sus estilos de vida, se los siente contentos de poder tener visitantes. “Nos hacemos fuertes protegiendo nuestra libertad”, sostiene Sarapura.

Por Leandro Vesco

Fuente: La Nación