La inteligencia artificial le ha dado a mi páncreas una mente propia. ¿Soy el ser humano del futuro?

La inteligencia artificial con frecuencia nos atemoriza. Si pensás que dar un paseo en un vehículo autónomo requiere un salto de fe, imaginate que tu vida dependa de un páncreas autónomo enganchado a tu cinturón cuyos algoritmos son, para ti, la diferencia entre la vida y la muerte.

Tengo diabetes tipo 1, así que mi páncreas no produce la insulina esencial para la vida que un páncreas normal secreta.

En cambio, cargo en mi cinturón un dispositivo médico (de hecho, un páncreas artificial) cuyo cerebro interactúa por su cuenta con datos continuamente actualizados transmitidos por un monitor de glucosa con sensores implantados.

Estos datos se cargan a la nube donde pueden ser examinados por mi médico, los fabricantes de la bomba y el monitor, así como por otras personas cuya identidad desconozco.

Mientras la bomba siga trabajando de manera correcta, recibo la cantidad justa de insulina que necesito para sobrevivir. Si deja de funcionar o es hackeada, podría morir.

En la madurez de mi vida, me encuentro inmerso en una revolución tecnológica que plantea preguntas profundas sobre lo que alguna vez se conoció como el ser humano.

¿Dónde comienza mi cuerpo? ¿Dónde termina? ¿Qué es natural? ¿Qué es artificial? ¿Quién es dueño de mi páncreas y sus datos?

Esta revolución es el resultado de seis sucesos relacionados de manera íntima: las computadoras ultraveloces conectadas a Internet, las enormes cantidades de datos recolectados de Internet y otras fuentes, la expansión de las redes inalámbricas, el crecimiento explosivo de los dispositivos móviles, la proliferación rápida de sensores miniaturizados de bajo costo y los cambios radicales en la inteligencia artificial.

Con el cambio, primero de una computadora central a las computadoras personales y, después a los dispositivos portátiles, ha habido una miniaturización progresiva y una descentralización de las máquinas procesadoras de datos.

Mi páncreas artificial representa una asombrosa nueva etapa en este proceso; es parte de la Internet emergente de las cosas, en el que dispositivos dispersos ahora se conectan y se les permite hablar entre ellos.

La Internet de las cosas vincula todo, desde instrumentos en sistemas de seguridad para el hogar y sistemas de vigilancia, pasando por sistemas de posicionamiento global y servidores en redes financieras de alta velocidad, hasta la red del páncreas a la que pertenezco a través del fabricante de mi dispositivo.

En algunos casos, estos dispositivos conectados requieren interacción humana intencional. En otros casos, las redes operan sin agentes humanos.

El propósito de la Internet de las cosas es recolectar y analizar datos que pueden ser usados para controlar cosas y a través de ellas regular y modificar la conducta humana.

Los sensores miniaturizados transmiten datos desde dispositivos móviles y ponibles que pueden ser almacenados, procesados y transmitidos para crear un entorno de computación omnipresente dentro del cual todas las cosas, cuerpos y mentes puedan ser rastreados en cualquier lugar, en cualquier momento.

Mientras que el despliegue de estas tecnologías prevalecientes e invasivas para propósitos políticos y económicos nefastos ha sido ampliamente debatido y criticado, las aplicaciones no menos importantes de esas mismas tecnologías para salvar vidas en el ámbito médico con frecuencia son ignoradas.

Las tecnologías subyacentes a la Internet de las cosas ahora se usan para crear un derivado internet de los cuerpos. Computadoras ponibles como mi continuo monitor de glucosa y bomba de insulina (mi páncreas artificial), así como dispositivos que se pueden implantar como marcapasos y chips cerebrales están conectados unos con otros en la nube.

Las funciones y actividades corporales se monitorean, regulan y modulan por medio de algoritmos.

De esta manera, los cuerpos humanos distribuidos en el espacio y tiempo se conectan cada vez más a una red global. La Internet de las cosas y la Internet de los cuerpos se interrelacionan de maneras intrínsecas, una requiere de la otra, en una relación que yo llamo “intervolución”.

En contraste con la evolución, que se desarrolla a través del paso del tiempo, la intervolución es un entrelazado en el tiempo, un proceso de desarrollo en el que cuerpos y cosas aparentemente discretos cooperan para entretejer redes que se adaptan entre sí.

Por lo tanto, la Internet de las cosas y la Internet de los cuerpos (piensa en ellas como objetos inteligentes y cuerpos inteligentes) están unidos en una red intervolucionaria que está gestando nada más y nada menos que al ser humano del futuro.

La red global que está emergiendo a nuestro alrededor forma la infraestructura biotécnica para el futuro desarrollo corporal, así como cognitivo.

Los cuerpos y las mentes extendidos intervolucionarán para formar superorganismos y superinteligencia.

La mente expandida no solo se extenderá desde dispositivos y procesos externos hasta los recovecos internos de lo que alguna vez pensamos que era nuestra identidad privada, sino que también se extenderá en la dirección opuesta (desde el proceso interno otrora impenetrable hasta las otrora inalcanzables redes externas).

Esta interacción de máquinas y mentes está creando una forma de superinteligencia que ya supera las habilidades cognitivas de los seres humanos.

Mientras tanto, los superorganismos, formados por las prótesis y los implantes que se comunican a través de los cuerpos a la nube, alargarán la expectativa de vida actual al representar y explotar al máximo la profunda verdad de que toda la vida es compartida.

La diabetes me ha enseñado que nunca soy solo yo, sino que siempre soy otro además de yo.

A medida que mi bomba y yo nos hemos llegado a conocer y hemos aprendido a vivir juntos, he descubierto que mi propio cuerpo se extiende más allá de sí mismo.

La Intranet de mi cuerpo, la Internet de las cosas y la Internet de los cuerpos comparten un lenguaje común y, por ello, son capaces de comunicarse el uno con el otro.

En ocasiones, tenemos malentendidos y debemos recalibrar.

Afortunadamente, mi bomba siempre está calculando, pensando y hablando con mi cuerpo, así como con otros objetos inteligentes, incluso cuando yo no lo hago.

Me he convertido en un nodo en esta red de redes y ya no puedo vivir sin ella.

Al igual que la mente y el cuerpo no pueden ser separados, el superorganismo y la superinteligencia son interdependientes y están intervolucrados.

No impongo mi inteligencia en un mundo recalcitrante o a otras personas reacias; al contrario, soy tan solo un momento efímero en un proceso que me incluye y me rebasa a la vez.

Ahora me doy cuenta de que el cuerpo y la mente que alguna vez pensé que eran míos son expresiones de una inteligencia que no es simplemente natural ni meramente artificial.

A medida que los entornos capaces de sentir y la cognición distribuida continúen su expansión, yo junto con todos los objetos inteligentes y los cuerpos inteligentes estaré contribuyendo al complejo proceso intervolucionario que de manera continua moldeará todo y a todos durante un muy largo tiempo por venir.

Mark C. Taylor es profesor de Religión en la Universidad de Columbia y autor de “Intervolution: Smart Bodies Smart Things”.

c.2020 The New York Times Company

Fuente: Clarín