La belleza del día: “Las meninas”, de Diego Velázquez

En tiempos de incertidumbre y angustia, nada mejor que poder disfrutar de imágenes hermosas.

"Las Meninas" (1656) de Diego Velázquez«Las Meninas» (1656) de Diego Velázquez

¿Se puede alcanzar la perfección en el arte? Para muchos especialistas, Las meninas de Velázquez (que murió un día como hoy, el 6 de agosto de 1660, hace 460 años) es, dentro de la historia de la pintura, una obra perfecta. Basta con recorrer cada recoveco del cuadro, pero también mirando de lejos toda la composición. Es una obra casi imposible. Velázquez lo hizo en el final de su vida, cuando su estilo alcanzó plena madurez. Es un óleo sobre un lienzo de grandes dimensiones. Permanece en el Museo del Prado desde 1819, en su la apertura. A partir de entonces cobró una importancia mundial.

No siempre tuvo ese nombre. Terminada en 1656, se la tituló La familia de Felipe IV. Fue un pedido del Rey de España. Desde el siglo XIX se la empezó a llamar Las meninas, palabra de origen portugués que se usaba para las damas de honor que asistían a las Infantas de la nobleza. De eso se trata el cuadro, no del personaje en el centro, la infanta Margarita, hija de Felipe IV, que en ese momento tenía cinco años, sino de las dos mujeres que la asisten.

Se desconocen sus nombres, son personajes anónimos, así como la dama de compañía y el guardia de corps, ambos en la penumbra. Además hay dos personas de la corte que padecían enanismo, María Bárbara Asquín y Nicolás Pertusato (quien patea a un perro en primer plano). Al fondo, en la puerta, José Nieto, aposentador de la reina; en el espejo reflejados se adivinan los reyes; y el detalle magistral, a la izquierda, pintando un gran lienzo, el propio Velázquez. Este cuadro fue pintado para ser colocado en el despacho de verano del rey.

¿Pueden ser contempladas las obras más allá de su contexto, omitiendo quién las produjo? Por supuesto, pero en este caso: Velázquez es Velázquez. No es un pintor de pocas obras ni de ráfagas de genialidad. Mantiene una regularidad envidiable durante toda su vida donde pinó, además, cuadros como La rendición de Breda, Retrato del papa Inocencio X y La fábula de Aracne (también conocido como Las hilanderas), todos impresionantes. Édouard Manet, lo definicó como “el pintor de pintores” y “el más grande pintor que jamás ha existido”. Tal vez lo sea.

De niño, Velázquez soñaba con ser caballero. Nació en 1599 en Sevilla, la ciudad más rica y poblada de España, así como la más cosmopolita y abierta de todo el Imperio. Fue el mayor de ocho hermanos. Su padre era un notario eclesiástico de poco dinero. El abuelo materno era calcetero, oficio mecánico incompatible con la nobleza. No había chances para el pequeño soñador. Adoptó el apellido de su madre, como era común en Andalucía, y decidió que llegaría a la hidalguía con la pintura. Posiblemente todos se lo rieron de aquel objetivo imposible que se había propuesto. Se sometió a un severo camino de aprendizaje con maestros muy exigentes.

En 1617 aprobó el examen que le permitía incorporarse al gremio de pintores de Sevilla. “Maestro de imaginería y al óleo” era el nombre del título que le dieron. Con él podía montar su tienda pública y contratar aprendices. Ahora sólo había que trabajar y perfeccionarse. Se casó a los 18 años y al poco tiempo nacieron sus dos hijas. Con una familia a la que mantener, decidió jugar fuerte: comenzó a meterse en los círculos aristocráticos como retratista. Fueron años y años. Hasta que llegó al rey.

Cuando pintaba, Velázquez se entregaba de lleno al acto creativo. Su mente estaba, literalmente, en otra dimensión. Pero cuando negociaba a quién pintar y para quién, pensaba en su viejo objetivo de niño: ser caballero. Todos querían serlo. Era común en la época. Las clases sociales eran muy rígidas y la movilidad ascendente prácticamente no existía. A la Orden de Santiago quería ingresar, pero le pedían que compruebe que sus antepasados directos habían pertenecido también a la nobleza. El Consejo de Órdenes Militares abrió una investigación sobre su linaje, tomando declaración a 148 testigos, y el resultado fue frustrante. Finalmente la respuesta del Consejo fue: no.

En 1659, ya había pintado Las meninas. Entonces le escribió al rey contándole su sueño y su problema, quien a su vez le escribió al Papa Alejandro VII. Las piezas se movieron y todo fue mucho más sencillo de lo que esperaba: el 28 de noviembre recibió el ansiado título de caballero. Pero le duraría poco (¿por qué duran tan poco los sueños cumplidos?): en 1660 el rey le pidió que oficie de aposentador en el encuentro entre su hija, la infanta María Teresa, y su nuevo esposo, Luis XIV. Al volver de ese viaje, se enfermó de viruela. Al mes, murió. Fue un 6 de agosto de 1660. Tenía 61 años.

En Las meninas, Velázquez se retrató con una cruz roja de la Orden de Santiago en el pecho. Fue añadida posteriormente. Se dice que fue Felipe IV el que pidió agregarla luego de la muerte de Velázquez. Aunque hay otra posibilidad: era tanto el orgullo que sentía el pintor de haber sido nombrado, por fin, caballero, que lo que primero hizo luego de obtener el título nobiliario fue ir a trazar esa cruz roja en el pecho negro de su magnífico retrato. Ya sabía que Las meninas, en ese momento titulada La familia de Felipe IV, era su obra maestra. Sólo que le faltaba un toque final.

Fuente: Infobae