La historia de las esquinas con ochavas
Cómo un decreto de Rivadavia cambió la fisonomía de la Ciudad de Buenos Aires: la historia detrás de las esquinas con ochavas
Para facilitar la circulación y la visibilidad de los transeúntes del siglo XIX, Bernardino Rivadavia se inspiró en el urbanismo europeo para decretar la construcción de las esquinas con ochava
Suscriptores
Para LA NACIONJessica Blady
“Amainaron guapos junto a tus ochavas, cuando un cajetilla los calzó de cross, y te dieron lustre las patotas bravas, allá por el año novecientos dos” rezan los primeros versos de Corrientes y Esmeralda, poema de Celedonio Esteban Flores publicado en 1932. Sobre la base de este nació el tango homónimo al que Francisco Pracánico le puso melodía, convirtiéndolo en uno de los más populares durante la década del cuarenta. Como el de Flores, varios tangos argentinos celebran las esquinas porteñas más famosas y sus ochavas –chaflán o chanfle, como se las conoce en España– distintivas; pero pocos conocen el origen de este recurso urbanístico que se remonta a la arquitectura europea, incluso anterior al siglo XVI, y se implementó en la Argentina a partir del siglo XIX por decreto de un futuro presidente.
Hoy, las esquinas sin ochavas son una rareza entre miles y miles de ‘esquinas tradicionales’; un símbolo de tiempos lejanos y fundación, donde el crecimiento urbano iba de la mano de la construcción de una identidad nacional. Aunque el progreso y la modernidad se las siguen llevando por delante, muchas de estas esquinas a 90° ya cuentan con la protección de la comisión para la preservación del patrimonio histórico cultural. La mayoría se encuentran en el antiguo casco céntrico de la Ciudad, una veintena en los barrios de San Telmo, Monserrat, Barracas y Constitución, pero también sobreviven algunas en San Nicolás, Belgrano, La Boca, el conurbano bonaerense, el interior de Buenos Aires y diferentes provincias, desde Salta hasta Ushuaia. Solo hace falta prestar atención, justamente, para no chocarse con el que viene a contramano.

Ochavando las esquinas
En 1821, Bernardino Rivadavia se desempeñaba como ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores de Buenos Aires durante el mandato del gobernador Martín Rodríguez; cargo que utilizó para gestionar el llamado Empréstito Baring –el primero en la historia argentina, dando origen a la deuda externa–, además del decreto titulado Edificios y calles de las ciudades y pueblos, fechado el 14 de diciembre de aquel año. En el artículo tercero de dicho documento se establece la obligatoriedad de “ochavar la esquina por el corte de un triángulo isósceles, cuyos lados tengan tres varas cada uno”. Una ‘novedad’ estilística importada de Europa que buscaba emular la estética de ciudades importantes como Roma o París, pero también adoptar su practicidad.

La ochava o chaflán –palabra que deriva del francés chanfrein (cortar en bisel) y, a su vez, se forma de la combinación latina cantus (borde, canto) y frangere (romper, quebrar)– es “la porción triangular del espacio urbano delimitada por las líneas oficiales confluyentes en un vértice de manzana y una línea oblicua que determina un triángulo isósceles, lindero con una parcela, cuya superficie se encuentra emplazada sobre el dominio público o el privado, o parcialmente sobre uno y otro”. Con este sencillo corte, Rivadavia quería facilitar la circulación y la visibilidad para los transeúntes y las carretas, además de reducir los robos sorpresivos, favorecidos por el ocultamiento del potencial malhechor detrás de la esquina. En pocas palabras, la medida pretendía que la gente no se chocara entre sí ni con los vendedores ambulantes, que por aquel entonces colgaban sus productos de un palo que podía provocar todo tipo de accidentes.

Aunque los chaflanes se pusieron de ‘moda’ durante el siglo XIX, ya formaban parte del ambicioso plan urbanístico que el Papa Sixto V implementó en Roma durante su papado (entre los años 1585 y 1590), con el objetivo principal de transformarla en una ‘Ciudad Santa’ digna de la cristiandad. El proyecto –llevado a cabo, en gran parte, por Domenico Fontana– incluyó la creación de amplias avenidas para conectar puntos clave, especialmente las siete iglesias de peregrinación, utilizando obeliscos como ejes visuales y ochavas en las calles para facilitar la movilidad, convirtiéndola en una capital “más funcional y monumental”.
Pero el decreto del futuro presidente argentino, dos siglos y medio después, sentó un precedente debido a su obligatoriedad: pronto, la medida se extendió más allá de su jurisdicción en Buenos Aires, hacia el resto de las provincias; además de servir de inspiración para otras grandes reformas urbanas, como el polémico Plan Cerdá impulsado por el ingeniero civil catalán Ildefonso Cerdá en 1859, con el fin de transformar y ensanchar la ciudad de Barcelona.
Un tesoro urbano que va desapareciendo
A pesar de Rivadavia y el inevitable paso del tiempo, aún quedan en la Ciudad varias esquinas sin ochava en pie, muchas previas al decreto, como la intersección de Independencia y Balcarce (en San Telmo): desde 1969, allí funciona la tanguería El viejo almacén, pero sus orígenes se remontan a 1769, cuando se emplazaba un almacén de campaña.

O la esquina de Salta y Estados Unidos, en Constitución, donde todavía podemos encontrar la Santa Casa de Ejercicios Espirituales San Ignacio de Loyola, construida entre 1795 y 1810 por iniciativa de la santiagueña María Antonia de Paz y Figueroa, también conocida como Mama Antula.
Curiosidad aparte, en un solar sobre la estrecha calle Rivadavia, justo donde comienza Tacuarí en el barrio de Monserrat, la ordenanza de Bernardino se resiste a la implementación. En esta esquina sin ochava (de ahí, la ironía) hoy se levanta el Hotel la Giralda, pero tiempo atrás, el n°17 supo albergar la Librería del Plata, propiedad de Rafael Casagemas en sociedad con José Hernández –quien posteriormente quedó como único dueño–, donde en 1879 se publicó la primera edición de La vuelta de Martín Fierro, con ilustraciones de Carlos Clérici y una tirada excepcional de 20.000 ejemplares.
“Son muy pocas las esquinas sin ochava que nos quedan, y la mayor parte de ellas están en edificios patrimoniales. Una esquina emblemática es la de Tacuarí y Rivadavia, cuya entrada ha sido declarada de interés por la Ciudad y está protegida”, cuenta Fabio Márquez, flâneur contemporáneo y creador de la cuenta @paisajeante, también declarada de interés cultural por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. El paisajista agrega que esta esquina tiene una arquitectura muy antigua. No se pueden determinar con exactitud las fechas –sería de la segunda mitad del siglo XIX–, pero se sospecha que la diseñó Edward Taylor, ingeniero y arquitecto británico radicado en Buenos Aires, responsable de la construcción de la Aduana Nueva detrás de la Casa Rosada, la cual se demolió cuando se erigió Puerto Madero: “Es una arquitectura italianizante muy particular, y que esté en tan buen estado le da una configuración, esa singularidad de tener una esquina sin ochava, que si bien está en contra del paradigma de por qué había que crear las ochavas –para garantizar seguridad, circulación, visualización–, las pocas que quedan son testimonio de una época diferente y que, además, nos cuentan parte de la historia de la ciudad”.

Para Márquez, estas ‘anomalías urbanísticas’ no representan un problema, sino todo lo contrario: “Las que quedan son una singularidad que siempre, como todo lo que rompe un poco la hegemonía de algo, aunque a veces no esté del todo bien, es lo que nos genera cierto atractivo o sorpresa cuando descubrimos estas situaciones”.
Al rescate del patrimonio
“[…] Puede ser la de aquella biblioteca de Almagro Sur, donde me fue revelado Leon Bloy. Puede ser una esquina sin ochava, de las pocas que quedan. Puede ser la de aquella casa a la que María Kodama y yo trajimos una cesta de mimbre con una leve gata abisinia que se llamaba Odín y que había cruzado el océano. Puede ser la de un árbol que nunca sabrá que es un árbol y que nos prodiga su sombra […]”, escribió Jorge Luis Borges en Esquinas, uno de los textos de Atlas, publicado en 1984. Cuatro décadas atrás, el gran escritor argentino ya se hacía eco de la escasez de las esquinas a 90 grados, un patrimonio que muchos buscan rescatar del olvido y resguardar. Como el caso de Ilustro para no olvidar, una iniciativa encabezada por la arquitecta Natalia Kerbabian, donde investiga, documenta y registra mediante ilustraciones aquellas arquitecturas patrimoniales demolidas o en riesgo de desaparecer en la Ciudad. Esta necesidad de generar conciencia nació en 2022 desde las redes sociales y continuó con la publicación de Memoria de Buenos Aires, un libro en conjunto con Fabio Márquez. Por supuesto, las esquinas sin ochava también son parte de este ‘rescate’, como el cruce de Ciudad de la Paz y Blanco Encalada, en el barrio de Belgrano, donde tiempo atrás funcionaba un viejo almacén. En 1963, René Pontoni y Mario Boye –concuñados y goleadores de la liga nacional de fútbol en los años cuarenta y cincuenta– abrieron en el lugar el primer local de La Guitarrita, emblemática pizzería porteña; hoy abandonado e irrecuperable, a la espera de la inevitable venta y demolición. O la ya desaparecida esquina de Thames y El Salvador (Palermo), donde se levantaba La Rosadita, demolida en el año 2021.
Para Kerbabian, el concepto de estas esquinas tan particulares excede lo histórico y la planificación urbana, “tienen que ver con la manera en la que solemos proyectarnos en los espacios que compartimos, no solamente en nuestra propia casa. De qué manera supimos resolver las formas de convivencia –en algún momento de nuestra historia– y las formas de vínculo que esas esquinas, o esas formas de materializar en el espacio público las maneras de vincularnos, generaban o afectaban de manera negativa o positiva nuestras formas de encontrarnos”.
Símbolos de otra época y de otra Buenos Aires, como resalta la arquitecta; una ciudad sin automóviles, de veredas más angostas y mucho más caminadas: “Una esquina sin ochava implica que te encuentres de golpe con alguien o que, de repente, estés más apretujado o más cerca, o tengas que ver mejor por dónde pasa uno para poder pasar también y no chocarte, entonces, tenés más registro del otro”.
En una era de ajetreos, celulares y ensimismamiento, donde mucho de lo que nos rodea –ya sean paisajes, personas o momentos– puede pasar desapercibido, las esquinas sin ochava no solo son un tesoro urbano digno de resguardar, también son un punto de encuentro ideal.
Por Jessica Blady
Fuente: La Nación